domingo, 28 de marzo de 2010

DECIR JESÚS HOY



Jesús, ¿qué puedo decir de ti hoy?

En mi mundo considerado desarrollado donde nadie ya se maneja con dogmas religiosos, el sistema, los símbolos, los instrumentos, las estructuras y las personas que hasta ahora sirvieron para hacerte conocer, se hallan duramente cuestionados, discutidos o rechazados. Casi todo aquello ha perdido su aureola de intangibilidad, su prestigio, su autoridad y hasta su legitimidad. Por cierto, nada de ello se identificó jamás con lo que tú eres en realidad, porque tú siempre has sido mucho más que los envases que han pretendido o todavía pretenden contenerte. Luego, ¿qué puedo decir de ti hoy sin traicionarte?

Me parece escuchar tu respuesta. Eres efectivamente el que resiste a todas las tumbas y a todos los templos. No encajas en ningún envase. Te has “encarnado” asumiendo nuestra carne para siempre, pero a la vez lo has transcendido todo y, desde tu misterio de profundo compromiso y de infinita libertad, sigues construyendo la historia con nosotros por todos los caminos que llevan a la humanización del mundo. Tú mismo inspiras ese movimiento que cuestiona los cercos históricos que se han erigido alrededor tuyo y que, sin darse demasiado cuenta, te devuelven al sepulcro para encerrarte de nuevo en él.

El Mal, que hace del ser humano un esclavo, existe. En menor o mayor medida forma parte de mi propio ser, forma parte de todo lo que más quiero y parte de toda realidad humana. Lo veo, no puedo negarlo.

Junto a ese mal y mezclados con él como trigo y cizaña en un mismo sembrío, existen en mí y en todos los seres humanos, pero de manera más o menos aprovechada, inagotables tesoros de bondad, de belleza, de creatividad, de generosidad, de audacia, de pasión por la justicia, la libertad, la verdad; en todos existen sorprendentes recursos de buena voluntad, de tolerancia, de comprensión, de perdón, de inteligencia, de sabiduría, de superación, de capacidad de sublimar las peores adversidades, de soportar los peores sufrimientos sin deshumanizarse.

Los males de mi mundo son los mismos males de tu propio mundo de hace dos mil años. Y los recursos que se encuentran en mi mundo son los mismos que existían en el tuyo. ¿Qué fuiste tú en el mundo que fue el tuyo para que yo pueda saber quién eres tú ahora en este mundo que es el mío, y para que pueda reconocerte y decir algo de ti que sea apropiado?

Hace dos mil años, tú no eras un principio, no eras un conjunto de valores; eras primero y antes que nada un ser humano y un hombre de la masa generalmente ignorada y despreciada. Digo entonces que esto, hoy en día, es lo que has de ser todavía: un hombre del pueblo anónimo, mirando al mundo a través de los ojos y hablando a todos los seres humanos con la voz de ese mismo pueblo ignorado y aún despreciado. Por lo tanto, es allí donde, hoy día, tengo que estar yo para encontrarte, escucharte, entenderte y decirte.

Te confundes con esa masa agobiada que pareciera ir cada vez más hacia atrás mientras unos pocos que concentran el poder mundial en sus manos van a todo correr a años luz por delante. Caminas con ese pueblo de las mil penas y lo animas, le das valor y aliento y le dices con toda la pasión de tu palabra creadora: “¡No tengas miedo, levántate y camina, abre los ojos y mira, abre el oído y escucha, abre la boca y habla! Levántate. Ponte en marcha. ¿Estás soñando con un mundo mejor? Entonces, cree en ese mundo con todas tus fuerzas porque Dios mismo está en ese sueño. Él mismo te lo inspira. Él mismo te acompaña en tus luchas para alcanzarlo junto a ti. Con él ¡nada es imposible! Tienes rabia, grítala, pero no cultives el odio en tu corazón, no te vuelvas como aquellos de quienes muchos de tus males te vienen. Actúa por amor a ti mismo, a los tuyos y a tu país. Y también por amor a los otros que están cerca o lejos, por amor a toda la humanidad, por amor al planeta, por amor a Dios, que es inseparable del mundo en que vives.”

Y luego, a partir de ese pueblo de los humildes, de los sin poder, de esa masa de mujeres todavía sumidas en verdadera esclavitud, de esa masa de niños sin defensa y de jóvenes sin porvenir, te vuelves hacia los demás que también son carne tuya y les dices: “¡Tampoco ustedes tengan miedo! Sacúdanse la indiferencia, el desprecio, el odio y la desconfianza de sus corazones. Abran los ojos, miren a ese humilde pueblo que es parte de ustedes. Despreciarlo e ignorarlo es despreciarse e ignorarse a ustedes mismos. En algún momento más o menos lejano de vuestro pasado, ustedes fueron como ellos. Sufrieron lo que están sufriendo. Ahora que ustedes lo han superado, ahora que son más libres ¿se volverán contra su propia carne? ¿Es que la libertad, la comodidad, la cultura, la competencia, la ciencia, la riqueza, el prestigio los han vuelto ciegos, sordos, inhumanos? Vuélvanse a los suyos, háganse prójimos de ellos, reencuentren en ellos vuestras propias entrañas y vuestras raíces; perdónenles sus deudas, trátenlos como quisieran que ellos los trataran a ustedes; recapaciten pronto y sean camino para ese humilde pueblo, para que también él pueda a su vez salir de sus tumbas, con su propio esfuerzo sin duda, pero también gracias a vuestro respeto, a vuestro amor, a vuestro sentido de justicia, a vuestra solidaridad, a vuestro sentido del honor bien centrado. Porque Dios está allí en ese encuentro de unos y otros para que la humanidad sea un éxito por toda la tierra. Y porque la felicidad que ustedes buscan, la verdadera, la que trae alegría y paz duradera, no se encuentra sino allí donde se da la vida y donde se la da en abundancia”.

Hace dos mil años, en el camino de ese pueblo sufrido con el que te identificaste hasta la cruz, encontraste también obstáculos grandes: creencias, tabúes, costumbres religiosas, leyes antiguas, supersticiones, miedos, prejuicios, jerarquías, poderes y también una buena cantidad de maldad que impedían que tu mismo pueblo te siguiera. Ahora bien, esos mismos obstáculos, aunque un tanto reciclados, se encuentran todavía en nuestro propio camino. Las mismas resistencias a los cambios profundos, de parte incluso de aquellos mismos que más se podrían beneficiar de ellos, bloquean y desalientan los esfuerzos más generosos de los que buscan darle otro giro a la historia.

Pareciera que aquello mismo que nos destruye hubiese llegado a formar parte de nuestra identidad y que eso mismo que pudiera salvarnos, nos pareciese como un suicidio. Nos decimos: “Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, y nos cerramos. Ponemos nuestra seguridad en lo que, en realidad, es nuestra prisión. Los muros que nos protegen son los que nos aplastan.

Es allí donde vienes tú, Jesús, para decirnos que los muros no son malos, ni las leyes, ni las costumbres, ni las creencias. Lo malo es que se hayan vuelto duros, rígidos, estrechos, como si la persona humana fuera hecha para ellos y no ellos para la persona humana. Tú nos dices que esos muros convertidos en tumbas de la persona tienen que caer. Porque la vida y los seres humanos no son plantas de invernaderos o de macetas, sino de campos y cielos abiertos. Nos dices: “Que tengas muros, pero que no te dejes enajenar por ellos. Que dentro de tus muros haya lugar para el mundo entero, para el perdón sin medida, para la novedad de cada día y para el viaje hacia la inmensidad. Que no te impidan la vista sobre el mar y no te tapen el sol. Que tus muros no te priven de correr riesgos, incluso el de perder la vida, porque hay muertes que no son sino el desborde de una vida plena mientras hay vidas que son más frías que la muerte.”

Jesús, por tu palabra y tus actos, por la cruz y por tu vida que trasciende la muerte, nos has mostrado que no hay nada en el mundo más grande que la persona humana, ni siquiera la religión más santa. Tú has sellado para siempre en tu ser la unión de Dios con la persona humana. Has hecho del encuentro con cada persona el lugar necesario para la revelación divina y la plena realización humana, o sea la “salvación”. He ahí, creo yo, el meollo de todo lo que tú eres, he ahí el fondo de tu corazón abierto por la lanza, he ahí la sustancia de tu Evangelio.

Me comunico contigo en la medida en que hago mío ese valor fundamental de la persona humana y que a partir de él juzgo todas las demás cosas: la ley, los tabúes, las creencias, las religiones, los muros…Es en este camino en donde te encuentro, en donde me comunico contigo, en donde respiro tu Espíritu. Ese Espíritu por quien estoy en ti y tú en mí.

Todo lo que me has dejado es precisamente tu Espíritu, el que ningún envase puede encerrar, el que es libre como el viento y que nada detiene. Ese espíritu es el que me permite vivir en la verdad sin pretender jamás poseerla; es el que hace brotar de mis entrañas el amor por todo lo que existe, e intuir detrás de las apariencias algo del propio rostro de Dios.

El pueblo humilde se abre a la vida y se vuelve próximo de todos los humanos de buena voluntad, y éstos, procedentes de todos los medios y clases sociales, también se abrazan a la vida volviéndose prójimos del pueblo que sufre. Lo que les une es la humanidad de todos y de todas. Vivir esta humanidad en todos sus aspectos, es el valor supremo que jamás se debe sacrificar. Es el criterio absoluto de lo verdadero y de lo que vale.

Jesús, hablar de ti, hoy, es todo aquello… “y un poquitín más”, me dirás…