sábado, 5 de marzo de 2011


A Jesús lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi logramos sepultarlo de nuevo. Lo hemos canonizado a tal extremo que de ese hombre de carne y huesos apenas ha quedado en la mente de muchos la imagen de un personaje gentil, y tal vez admirable, pero desabrido y sin significado particular para nuestro mundo de hoy.

SEPULTADO BAJO LOS TÍTULOS

Menos adoradores y más seguidores

Ninguno de los guerreros del rey Saúl se atrevía a aceptar el reto del gigante Goliat. Todos temblaban. Todos, menos David, el joven pastor de ovejas. David le dijo al rey: “¡No hay por qué tenerle miedo a ése! Yo iré a pelear con él.” Puro suicidio, le dijo el rey. Pero fue como hablar a un sordo… Entonces el rey se resignó y, pensando ayudar al muchacho, lo revistió de su propia armadura. Esa armadura era de bronce y pesaba mucho. El joven pastor apenas podía caminar dentro de ese montón de chatarra. Sin pensárselo dos veces, el que para defender a sus ovejas acostumbraba combatir el león y el oso a manos desnudas, se extirpó de aquel blindaje y, confiando sólo en su Dios, su bastón y su honda, se largó con todas las ganas en contra del gigante. Con la honda le disparó una piedra que fue a hundirse en la frente del filisteo. El gigante cayó de bruces y David le cortó la cabeza (1 Samuel 17, 4-51).

Nosotros, a Jesús le hemos hecho algo parecido, salvo que, en vez de una pesada armadura de bronce, lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi logramos sepultarlo de nuevo. Al canonizar a Jesús hasta la última potencia, al hacerlo subir a lo más alto de los cielos, al coronarlo rey de los reyes y señor de los señores, al hacerlo Hijo de Dios y segunda Persona de la Santísima Trinidad, casi hemos logrado aplastar por completo al Jesús de los pobres, el de las muchedumbres, de los pescados y de las ovejas. El Jesús anticonformista, el que no se apoltrona ante la tribu, la familia o la autoridad religiosa del pueblo, el Jesús muy humilde pero bastante desobediente, rebelde y aún provocador, el Jesús libre y liberador, el que, al rodearse de mujeres, se echa encima la sociedad híper machista de su tiempo; ese Jesús concreto, tal como nos lo pintan los evangelios, queda en la mente de muchos eclipsado por el gran Jesús del Poder y de la Gloria. El Jesús alegre que disfruta de la vida, el Jesús de mente libre que abre camino y da voz a los marginados, ese Jesús cuyo Dios no es una definición complicada sacada de algún gran libro, queda a menudo tapado por la imagen del Juez de los vivos y de los muertos. Ni se menciona, por lo general, que Jesús fue rechazado por no ser canónico o por no ser santo según las normas de la religión oficial. Muy al contrario, nos hemos empeñado durante siglos en hacer de él el modelo por excelencia de la docilidad y de la sumisión, mientras Jesús, de hecho, aún colgando de la cruz, no se retracta ni se arrepiente de nada y, hasta su último suspiro, se confía en el juicio de Dios antes que en el juicio de la autoridad sacerdotal que lo ha mandado a crucificar. La obediencia de Jesús fue una obediencia al Dios de la vida y de la libertad, y al Dios profundamente enamorado de los que no tienen a nadie que los ame. Por obediencia a su Padre, Jesús desobedecía a la gente de poder que se empeñaba en proteger y propugnar con las armas del miedo la imagen tradicional del Dios enojadizo de la Ley y del Orden.

No cabe duda de que si no lo hubiéramos momificado y encerrado en el sarcófago de oro del poder y de la divinidad, ese mismo Jesús seguiría hoy en día trayendo «caída o resurrección para muchos» (Lucas 2, 34). Pero, al seguir enterrándolo bajo montañas de oropeles tan ajenos a lo que él fue en realidad, lo reducimos en una entidad fantasmagórica que sólo puede interesar a los místicos, a los esotéricos y a los nostálgicos de las antiguas monarquías.

Cómo vino la mano

Ni bien recapacitaron luego del trauma sufrido por la muerte de Jesús, sus discípulos empezaron a reivindicarlo con sorprendente coraje. Clamaban que Jesús era inocente de todo cuanto lo habían acusado. Para ellos nadie jamás había sido más hombre de Dios que ese Jesús. Vieron mucho parecido entre la saga de Jesús y la de José, uno de los héroes más populares de la historia de su pueblo. Ese José era el preferido de su padre y por eso lo odiaban sus hermanos que lograron sacárselo de en medio vendiéndole como esclavo a unos mercaderes extranjeros. A pesar de sufrir las de Caín, José siempre puso su suerte en manos de Dios. Por eso, Dios lo bendijo y permitió que el rey Faraón lo eligiera para hacer de él su brazo derecho al frente del gobierno de Egipto. Al final, es ese José quien, conmovido a compasión, salvó luego de una muerte segura a sus mismos hermanos malos que lo habían vendido como esclavo (Génesis 45, 1-8).

Para los discípulos la historia de José era la historia de Jesús. Jesús era realmente un hombre de Dios como nunca había habido en la historia de ellos. Sin embargo, había sido vilmente clavado y matado en la cruz de los esclavos por gente de su pueblo que no podían creer que Dios les hablara a través de ese hombre tan humilde. Dios, no pudiendo quedarse impasible ante semejante abominación, con todo poder le devolvió la vida y se lo llevó a su lado, convirtiéndole en su brazo derecho. A ese pobre inocente, muerto como un esclavo, Dios lo hizo Señor y le entregó todo poder, de manera que, a partir de entonces, Jesús ya era el camino más seguro para que todas las naciones se encuentren con el Dios de la Vida. Así como Faraón había hecho de José su igual en Egipto, de la misma manera Dios había hecho de Jesús su igual, de suerte que aquel que conocía a Jesús conocía al mismo Dios. Y lo más extraordinario era que ese mismo Jesús, tan cerca de Dios, seguía acompañando en la tierra a los que vivían de acuerdo con su palabra. Jesús seguía con ellos. Ellos lo veían, le hablaban, lo tocaban con sus manos, comían con él. De esa fe, arrancó todo lo demás.

A partir de allí, la máquina se embaló. Todo lo que había de bello, grande, prestigioso y glorioso fue atribuido a Jesús, quien se convirtió así, y con toda razón, en héroe, estrella, ícono supremo. No había títulos ni palabras suficientemente fuertes para expresar todo lo que Jesús había llegado a ser: Hijo de Dios, Señor, Sumo sacerdote, Mediador único entre Dios y los humanos, Mesías de Dios, Primer nacido entre todas las criaturas, concebido de toda eternidad mucho antes de la creación del mundo, Imagen primordial de todo lo creado, Verbo de vida por el que todo fue hecho y sin el cual nada se hizo, Verbo hecho carne, Principio y Final de todas las cosas, aquél en que toda la humanidad y el cosmos se condensan para retornar a lo Divino. Alfa y Omega de todo lo existente, Brazo derecho de Dios y Juez de los vivos y de los muertos. ¡Y más aún! Los discípulos lo habían pintado tan arriba en el cielo y tan deslumbrante de luz divina que los que vinieron después de ellos no tardaron en no poder verlo más en los caminos polvorientos de Galilea, en medio de los mendigos, de los apestados y de las moscas. Le construyeron palacios con paredes de oro. Para estar seguros de encontrarlo, había que dejar el mundo polvoriento e internarse en ese mundo de monumentos sagrados nunca suficientemente espléndidos para recibirlo.

Y nosotros, dóciles, crédulos, buena gente, hemos tomado esas expresiones al pie de la letra, e incluso le agregamos otros títulos lindos como el de Sagrado Corazón, Señor de los Temblores, Señor de los Milagros y demás.

La intención era buena pero arriesgada. Ya que por ello podíamos ahogar al pescado, lo que efectivamente sucedió. El humilde carpintero de Nazaret se encontró aplastado bajo la pirámide de esos títulos. Se lo momificó, se lo encerró en un sarcófago de oro y en custodias de piedras más brillantes que el sol, y se lo puso de vuelta en la tumba... A Jesús lo tapamos con tanto resplandor que ya no lo vemos más.

No se trata de rechazar todos aquellos títulos bonitos que le dimos a Jesús, pero tal vez haríamos bien en insistir menos en ellos y en atenernos simplemente a lo que él fue para la gente de su tiempo: un hombre profundamente libre y humano a través de quien Dios, sin duda alguna, se manifestó de manera excepcional, y que, por su testimonio, dio un futuro a la vida y a la humanidad. En cuanto a la relación íntima que él tenía con Dios (que si era Hijo Unigénito de Dios de verdad, engendrado, no creado, etc.) sería mejor confiarla al misterio, ya que es en todo caso imposible saber cómo fue, excepto quizá que debió haber sido muy profunda y muy verdadera y probablemente mucho más grande aún que todo lo que se intentó expresar a través de los miles de títulos bonitos que se le han dado.

Sí, creo que Jesús está “sentado” a la derecha de Dios, pero creo también que le gustaría, al igual que el joven David, deshacerse de la pesada armadura de la que se lo revistió, para encontrarse de nuevo entre nosotros tal como fue entonces en medio de su pueblo: un hombre que camina a nuestro lado sin ningún arma, ni siquiera con una honda y piedritas, pero sí con una fe sin límites en Dios, en su Reino y en nosotros, los humanos. Un hombre que, más allá de la muerte, se deja ver ora como un jardinero, ora como un compañero de pesca asando unos pescaditos en la playa, ora como un peregrino que comparte el pan en casa de unos compañeros de ruta al final de una larga jornada. Un hombre quizás viviendo ya en otra dimensión pero que insiste para que se lo vea siempre en su realidad humana ya que por algo su cuerpo de resucitado conserva la marca de los clavos y de la lanza. Un hombre para siempre ligado al hombre.

Jesús nunca ha pedido que se le adorara, sino que se le siguiera.

lunes, 16 de agosto de 2010

UN GRAN FRACASO


En nuestra cultura cristiana subdesarrollada no se asocia espontáneamente la figura histórica de Jesús con los grandes combates por la libertad y la justicia, por la democracia real y los derechos de la persona, por la emancipación de la mujer y la de los pueblos, por la liberación de los oprimidos y, menos aún, por la misma laicidad. No obstante, y a pesar de la feroz oposición de un clericalismo en simbiosis con el orden antiguo, no es una casualidad el que esos valores reivindicados como las conquistas más preciadas del mundo moderno, hayan fructificado precisa y principalmente en tierras de tradición cristiana. Porque al origen del mundo cristiano, y más allá de sus muchas representaciones que, a menudo, lo han ocultado o desfigurado, siempre está Jesús de Nazareth quien revoluciona literalmente la visión del hombre antiguo sobre sí mismo, sobre Dios, sobre la naturaleza y sobre la relación de los hombres entre sí.

Esa revolución de Jesús no se inició, por cierto, con bombas y cabezas cortadas, ni con libros faros de sabiduría, sino con gestos simples y llenos de audacia, los que, en la época, desestabilizaron milenios de “rectitud” política, social y religiosa e impactaron finalmente el imaginario de un sinnúmero de pueblos y también, quizás, el inconsciente de la humanidad entera.

Jesús fue, por cierto, un hombre de inmenso amor, pero de un amor que impulsaba a comprometerse por la justicia y la liberación de toda opresión, junto con una fe en el ser humano, una ternura y un don de sí mismo excepcionales. Cada persona para Jesús era sagrada e igual a él; acostumbraba ponerse al servicio de los más humildes como un criado de ellos. Nadie mandaba en el grupo de Jesús: todos eran iguales, y el más importante entre ellos era el servidor de todos. Él tenía una confianza casi ciega en los insospechables recursos del ser humano y una fe sin límites en la inagotable bondad de Dios para con su creación y sus criaturas. Tenía una visión absolutamente positiva de la historia y del desenlace final de la gran aventura del mundo creado. Se presentó en el mundo como una ventana abierta sobre un Dios humilde, sencillo, discreto, libre, sorprendente, tierno y gratuito, lleno de amor por la tierra y por los humanos, pese a todas las locuras, las perversiones y aberraciones de nuestra humanidad. Jesús fue en nuestra carne el rostro de un Dios que se sacrifica para que el ser humano crezca.

Muy pocos tenemos de Jesús una idea así, probablemente porque la conciencia cristiana fue durante siglos moldeada por los sacerdotes. Son ellos los que en buena medida mantuvieron a Jesús al margen de las grandes corrientes de la evolución y de la emancipación humana, pese a que los mismos sacerdotes hayan sido a menudo pioneros en la ciencia y en la educación de los pueblos.

De por sí, los sacerdotes son personas “apartadas” del mundo para el servicio del altar. Seguramente con buenas intenciones, pero también por deformación profesional, la mayoría de ellos lograron convertir a Jesús en un personaje semejante a ellos, es decir en un hombre de templo, de altar, de sermones, de confesionarios, de rezos, de misales, de devociones… y de poder. A ellos no les parecía decente que el nombre de Jesús fuera asociado con las luchas sociales por la justicia y la libertad, ni con los grandes adelantos de la ciencia, ni mucho menos con las audaces exploraciones del arte. Había que mantenerlo fuera y por encima de todas esas realidades de barro, como para que no se manchara… Y es así como se fraguó en la cultura cristiana la imagen de un Jesús “sacerdote eterno”, separado del mundo, asépticamente alejado de lo humano y ajeno a la historia… Un Jesús ni hombre, ni mujer, ni humano, ni ángel. Un Jesús que enseña lo que está bien y lo que está mal, un moralista del mundo antiguo. Ni siquiera se lo ha mostrado como un gran maestro de espiritualidad para nuestros tiempos, y aun menos como un profeta social, cuyo único defecto podría ser el que sea todavía demasiado avanzado para nosotros.

Actualmente en los países ricos de tradición cristiana (que son los que controlan el 80% de las riquezas del globo…) grandes mayorías de cristianos están abandonando los cultos, los sacerdotes y los templos…. Es como si todo eso necesitara desaparecer para que se vuelva a descubrir a ese Jesús que no pertenece a una élite de iniciados, a un club de expertos en religión, a un sanedrín de buenas costumbres, sino a toda la humanidad. A la humanidad tal cual es, de carne y huesos, que vive, ama, trabaja, lucha, sufre, sueña, busca y camina con el único objeto de ser simplemente libre y verdaderamente humana…

Ciertamente nuestro mundo llamado cristiano, por una gran parte, no ha sido evangelizado. A lo sumo fue “adoctrinado”, “enreligionado” y más o menos “moralizado” para... preservar el hermoso “orden” vigente (en el cual gozan de derechos reales sólo aquellos que poseen la mayor cantidad de bienes - a menudo robados -). Ese mundo ha sido bautizado y confirmado, pero no se ha dejado “desestabilizar” por la buena y alegre noticia de Jesús de Nazareth.

Todo aquello es un gran fracaso, acaso un reto para volver a empezarlo todo de nuevo, Dios mediante…

martes, 25 de mayo de 2010

JESÚS NO ES UN PROFESOR


Jesús no es un profesor ni un predicador. “No enseña como los demás”, comenta la gente[1]. Habla con autoridad”, sin referirse a miles de autoridades. Sin repetir lo que otros han pensado antes. Habla desde lo suyo, desde adentro, desde lo que él siente, desde lo que él “es”. Por eso, su palabra tiene peso, tiene fuerza, tiene autoridad (“auto” significa “uno mismo”). Cuando habla dice “Yo”: “A ustedes les enseñaron eso, aquello y el otro; pues bien Yo les digo”[2].

El lenguaje de Jesús es el del pueblo, un lenguaje sencillo, al alcance de todos. Cuenta historias de la vida diaria, sin aclarar demasiado el significado de las mismas, para que la gente vaya descubriendo por su propia cuenta. Da una explicación sólo después de un cierto tiempo, como en el caso de la parábola del sembrador. Ese método le gusta. Algunos se quejan. Dicen que no entienden. Están acostumbrados a tenerlo todo masticado. Pero Jesús no les hace caso. Cree que son capaces. Pero ellos, no. No creen en sí mismos. Siempre han sido tratados de ignorantes, de incapaces. Siempre se les ha dicho que sólo el Maestro tiene la verdad y ellos no. Jesús no piensa así. “El sabe lo que cada uno tiene en su corazón”[3] Conoce la gran capacidad de la gente, sobre todo la más sencilla: “Gracias, Padre, porque has escondido esas cosas a los que saben y las has dado a conocer a los pequeños”[4].

Jesús no toma la gente como si fueran latas o valijas, o cosas. Le interesa que la gente participe, busque, se forme una idea personal y que no reciba todo con boca abierta sin reflexionar, a la manera de los pescados... Hemos aprendido que Jesús es la Verdad, pero hemos de saber que esa verdad se hace conocer no desde afuera, no desde arriba, sino desde el tesoro que uno, sin saberlo, tiene encerrado en el corazón... Jesús es un “despertador”, un “encendedor”; él es la “chispa” que hace que la luz se prenda en uno.

La enseñanza de Jesús no arranca de grandes ideas o principios abstractos sino de lo que la gente está viviendo, de lo que se plantea, de lo que está flotando en el aire. Por eso, lo importante para él es mirar, ver, tomar en cuenta, sentir lo que se vive alrededor, lo que se dice, lo que se sufre en el momento. Para Jesús, un pájaro volando y cantando está cargado de enseñanza. Y las flores del campo también, y el trabajo del labrador, del sembrador, del pescador, del pastor, de la cocinera, de la mujer que hace limpieza en la casa o la que da a luz; la lámpara, el pozo, la historia del pueblo, sus héroes: Abraham, David, Moisés, los Profetas, las creencias populares: Siloe, la torre caída, los espíritus, las costumbres religiosas, la arquitectura, los monumentos a los héroes, los camellos, las ovejas, el sol y la lluvia, el desierto, el cerro, el lago, el agua, el fuego, el dinero, las mujeres, las viudas desesperadas, los jueces, los notables, los intendentes pícaros, los hijos sinvergüenza, los duelos, las enfermedades, los locos, la miseria, el dolor, la vergüenza, la humillación, la impotencia de los pobres, los árboles, la vid, la higuera, las huertas, el pan, los ricos malos y prepotentes, los ricos buenos pero cómodos, las bodas, los aprovechadores del sistema de opresión, los teólogos, los biblistas, los sacerdotes, una mujer adúltera, los extranjeros, los paganos, etc. Jesús toma pretexto de un incidente, de una conversación, de una preocupación especial, de los sueños de la gente que lo rodea, de sus anhelos, de todo para enseñar. La enseñanza de Jesús es inseparable de la experiencia vivida por él y por los que caminan con él.

Nosotros tenemos la mala costumbre de saltar al significado o a la lección (moraleja) de las historias o comparaciones del Evangelio, sin seguir el camino de ellas, sin “andarlas”, sin dejarse enseñar por ellas. Así hacemos con nuestra propia vida, con sus lados lindos y sus lados feos; pasamos justito al lado de lo más importante, al lado del barro en que se mete la Palabra y el Soplo de Dios para hacer una creación... Seguimos a un Dios en las nubes, mientras él anda con nosotros en la tierra, en nuestra tierra, en nuestros caminos...

Desgraciadamente los redactores del Evangelio trabajaron un poco apurados, o quizás les faltaba papel o tinta, y no se detuvieron para describirnos el entorno, el contexto, en que han sido pronunciadas las palabras que conservaron de Jesús. O tal vez, imitaron a Jesús; no quisieron dar demasiados detalles con el fin de dejarnos el placer de imaginar, de adivinar, de descubrir todo por nuestra propia cuenta. Juan admite que tuvo que cortar muchas cosas de la historia de Jesús porque si la hubiese escrito toda, dice, “creo que no habría lugar en le mundo para tantos libros”[5].

Jesús quiere que pensemos, que descubramos, que imaginemos a partir de lo que vivimos, de lo que sentimos, de lo que comprendemos, de lo que vemos ... Quiere que nos expresemos y participemos. En muchos lugares del Evangelio lo vemos interrumpido por un discípulo o un adversario que le hace una pregunta, le plantea una duda, le pone una objeción. A veces responde a una pregunta con otra pregunta. Otras veces es él mismo que hace las preguntas: “¿Qué dice la gente?... ¿Qué dicen ustedes?...” El sabe que los que lo escuchan o interrogan tienen la respuesta y hace todo para que esa respuesta salga de su escondite; así con Pedro, que en un principio contesta cualquier cosa, pero al final, sin darse demasiado cuenta, saca de sus adentros unas verdades sorprendentes. En fin, cuando nadie habla, Jesús provoca con una palabra o un gesto que choca. Reta a veces para suscitar reacciones, fomentar discusiones, iniciar diálogos e inducir a la reflexión

A los que gritan su miseria y quieren ser sanados, Jesús los oye por encima de la muchedumbre que lo rodea, por encima de la bulla, por encima de todo. Le gusta la gente que expresa lo suyo y que hace todo para hacerse oír. Y lo gracioso es que a un pobre que lo llama a gritos para que lo cure, Jesús le pregunta “¿Qué quieres que haga por ti?” ¡Como si no supiera! Y, cuando el enfermo le contesta: “¡Qué me cures!”, Jesús simplemente le dice: “Anda nomás, “tu” fe te ha salvado.”[6] Jesús no cura. Es el enfermo quien se cura a sí mismo, por su fe. “¡Levántate, agrega Jesús sin vacilar, toma tu camilla y anda!”[7]

Un día, Jesús se acerca a un pozo en busca de agua; tiene sed. En eso se arrima una mujer también en busca de agua porque también tiene sed. Sed del cuerpo, porque es mediodía y está haciendo un calor tremendo; sed de felicidad porque le fue mal con los varios maridos que tuvo; sed de Dios porque le gustaría saber en qué templo o en qué religión se puede mejor encontrar a Dios. Jesús entabla la conversación con ella. La escucha muy entretenido plantear sus cosas, decir sus convicciones, expresar sus dudas. Al final, probablemente maravillado por la espontaneidad, el pico y las cavilaciones de esa mujer, él le participa que el problema con los templos y las religiones es parecido al del agua de pozo: uno bebe de todo aquello pero siempre vuelve a tener sed. El mejor templo, la mejor religión y el mejor pozo está dentro de uno. En lo profundo del ser brota un manantial de aguas vivas que saltan hasta la vida eterna; allí nada envejece, nada muere, porque es allí donde vive Dios, el que apaga toda sed. Ya ha llegado la hora de superar lo de los pozos, templos y religiones y descubrir esa maravillosa realidad8.

Nosotros estamos acostumbrados a ver al sacerdote que nos enseña desde el púlpito leyendo unos papeles, o al catequista enseñando como un maestro o una maestra con un libro en la mano, o a algún pastor predicando “a tiempo y destiempo”[8]. Pero, la forma de enseñar de Jesús salía de su propio caminar junto al pueblo, más desde abajo que desde arriba, y con la participación activa de la gente. Su objetivo era que la misma gente descubriera por sí sola que el Reino estaba ya en medio y dentro de ella. Que ella era la tierra, una tierra tal vez con piedras y espinos, pero también con muchas energías para que la Palabra germine y fructifique. Que así como en la semilla está el árbol, así, en cada uno y en cada una está la verdad, está el conocimiento, está el desarrollo, están el pan, el vino, la fiesta, la vida; están la plenitud y el mismo Dios.



[1]Marcos 1, 22

[2]Mateo 5, 21-22

[3] Lc 5,22; Jn 10,14

[4] Lucas 10,21

[5] Jn 21,25

[6] Marcos 10, 51-52; Lucas 7, 50

[7] Lucas 5, 24

[8] Juan 4, 1-24

viernes, 23 de abril de 2010

EL HOMBRE “CONECTADO” DE NAZARETH



El arroyo salta por sobre el mundo, se transforma en riachuelo, se vuelve río y se casa con el mar. Ninguna montaña lo detiene, ninguna roca le obstruye el camino.

La fuerza del arroyo está en la fuente escondida que brota a borbotones allí mismo donde él nace y donde no cesa de hincharse de vida. Todo el arroyo habla de su fuente; sin ella no es. Sin embargo no se la ve.

El hombre de Nazareth modesto arroyo de montaña, carcome las bases supuestamente indestructibles del gran Templo porque se ha convertido con el tiempo en una especie de prisión para Dios y para la conciencia de los humanos.

Dios es la fuente y es el mar. Surge desde las raíces del ser, parte las piedras, abre las tumbas y arrastra a todas las cosas hacia extensiones sin límites; hace tambalear la rectitud política, desafía la razón de Estado, la buena conciencia de las élites, el fanatismo de los maestros de la religión, el cinismo de los sabios, la traición de los amigos, el oportunismo de las masas, la muerte misma.

El hombre de Nazareth está “conectado” a su fuente. De allí su energía, su poder. Su fuerza discreta, silenciosa y arrolladora. Su eterna juventud y su resurrección cotidiana. Su nombre es Libertad, Su nombre es Amor. Y también Justicia. O simplemente: Humanidad. Con un rostro, un cuerpo, un corazón, un nombre.

domingo, 28 de marzo de 2010

DECIR JESÚS HOY



Jesús, ¿qué puedo decir de ti hoy?

En mi mundo considerado desarrollado donde nadie ya se maneja con dogmas religiosos, el sistema, los símbolos, los instrumentos, las estructuras y las personas que hasta ahora sirvieron para hacerte conocer, se hallan duramente cuestionados, discutidos o rechazados. Casi todo aquello ha perdido su aureola de intangibilidad, su prestigio, su autoridad y hasta su legitimidad. Por cierto, nada de ello se identificó jamás con lo que tú eres en realidad, porque tú siempre has sido mucho más que los envases que han pretendido o todavía pretenden contenerte. Luego, ¿qué puedo decir de ti hoy sin traicionarte?

Me parece escuchar tu respuesta. Eres efectivamente el que resiste a todas las tumbas y a todos los templos. No encajas en ningún envase. Te has “encarnado” asumiendo nuestra carne para siempre, pero a la vez lo has transcendido todo y, desde tu misterio de profundo compromiso y de infinita libertad, sigues construyendo la historia con nosotros por todos los caminos que llevan a la humanización del mundo. Tú mismo inspiras ese movimiento que cuestiona los cercos históricos que se han erigido alrededor tuyo y que, sin darse demasiado cuenta, te devuelven al sepulcro para encerrarte de nuevo en él.

El Mal, que hace del ser humano un esclavo, existe. En menor o mayor medida forma parte de mi propio ser, forma parte de todo lo que más quiero y parte de toda realidad humana. Lo veo, no puedo negarlo.

Junto a ese mal y mezclados con él como trigo y cizaña en un mismo sembrío, existen en mí y en todos los seres humanos, pero de manera más o menos aprovechada, inagotables tesoros de bondad, de belleza, de creatividad, de generosidad, de audacia, de pasión por la justicia, la libertad, la verdad; en todos existen sorprendentes recursos de buena voluntad, de tolerancia, de comprensión, de perdón, de inteligencia, de sabiduría, de superación, de capacidad de sublimar las peores adversidades, de soportar los peores sufrimientos sin deshumanizarse.

Los males de mi mundo son los mismos males de tu propio mundo de hace dos mil años. Y los recursos que se encuentran en mi mundo son los mismos que existían en el tuyo. ¿Qué fuiste tú en el mundo que fue el tuyo para que yo pueda saber quién eres tú ahora en este mundo que es el mío, y para que pueda reconocerte y decir algo de ti que sea apropiado?

Hace dos mil años, tú no eras un principio, no eras un conjunto de valores; eras primero y antes que nada un ser humano y un hombre de la masa generalmente ignorada y despreciada. Digo entonces que esto, hoy en día, es lo que has de ser todavía: un hombre del pueblo anónimo, mirando al mundo a través de los ojos y hablando a todos los seres humanos con la voz de ese mismo pueblo ignorado y aún despreciado. Por lo tanto, es allí donde, hoy día, tengo que estar yo para encontrarte, escucharte, entenderte y decirte.

Te confundes con esa masa agobiada que pareciera ir cada vez más hacia atrás mientras unos pocos que concentran el poder mundial en sus manos van a todo correr a años luz por delante. Caminas con ese pueblo de las mil penas y lo animas, le das valor y aliento y le dices con toda la pasión de tu palabra creadora: “¡No tengas miedo, levántate y camina, abre los ojos y mira, abre el oído y escucha, abre la boca y habla! Levántate. Ponte en marcha. ¿Estás soñando con un mundo mejor? Entonces, cree en ese mundo con todas tus fuerzas porque Dios mismo está en ese sueño. Él mismo te lo inspira. Él mismo te acompaña en tus luchas para alcanzarlo junto a ti. Con él ¡nada es imposible! Tienes rabia, grítala, pero no cultives el odio en tu corazón, no te vuelvas como aquellos de quienes muchos de tus males te vienen. Actúa por amor a ti mismo, a los tuyos y a tu país. Y también por amor a los otros que están cerca o lejos, por amor a toda la humanidad, por amor al planeta, por amor a Dios, que es inseparable del mundo en que vives.”

Y luego, a partir de ese pueblo de los humildes, de los sin poder, de esa masa de mujeres todavía sumidas en verdadera esclavitud, de esa masa de niños sin defensa y de jóvenes sin porvenir, te vuelves hacia los demás que también son carne tuya y les dices: “¡Tampoco ustedes tengan miedo! Sacúdanse la indiferencia, el desprecio, el odio y la desconfianza de sus corazones. Abran los ojos, miren a ese humilde pueblo que es parte de ustedes. Despreciarlo e ignorarlo es despreciarse e ignorarse a ustedes mismos. En algún momento más o menos lejano de vuestro pasado, ustedes fueron como ellos. Sufrieron lo que están sufriendo. Ahora que ustedes lo han superado, ahora que son más libres ¿se volverán contra su propia carne? ¿Es que la libertad, la comodidad, la cultura, la competencia, la ciencia, la riqueza, el prestigio los han vuelto ciegos, sordos, inhumanos? Vuélvanse a los suyos, háganse prójimos de ellos, reencuentren en ellos vuestras propias entrañas y vuestras raíces; perdónenles sus deudas, trátenlos como quisieran que ellos los trataran a ustedes; recapaciten pronto y sean camino para ese humilde pueblo, para que también él pueda a su vez salir de sus tumbas, con su propio esfuerzo sin duda, pero también gracias a vuestro respeto, a vuestro amor, a vuestro sentido de justicia, a vuestra solidaridad, a vuestro sentido del honor bien centrado. Porque Dios está allí en ese encuentro de unos y otros para que la humanidad sea un éxito por toda la tierra. Y porque la felicidad que ustedes buscan, la verdadera, la que trae alegría y paz duradera, no se encuentra sino allí donde se da la vida y donde se la da en abundancia”.

Hace dos mil años, en el camino de ese pueblo sufrido con el que te identificaste hasta la cruz, encontraste también obstáculos grandes: creencias, tabúes, costumbres religiosas, leyes antiguas, supersticiones, miedos, prejuicios, jerarquías, poderes y también una buena cantidad de maldad que impedían que tu mismo pueblo te siguiera. Ahora bien, esos mismos obstáculos, aunque un tanto reciclados, se encuentran todavía en nuestro propio camino. Las mismas resistencias a los cambios profundos, de parte incluso de aquellos mismos que más se podrían beneficiar de ellos, bloquean y desalientan los esfuerzos más generosos de los que buscan darle otro giro a la historia.

Pareciera que aquello mismo que nos destruye hubiese llegado a formar parte de nuestra identidad y que eso mismo que pudiera salvarnos, nos pareciese como un suicidio. Nos decimos: “Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, y nos cerramos. Ponemos nuestra seguridad en lo que, en realidad, es nuestra prisión. Los muros que nos protegen son los que nos aplastan.

Es allí donde vienes tú, Jesús, para decirnos que los muros no son malos, ni las leyes, ni las costumbres, ni las creencias. Lo malo es que se hayan vuelto duros, rígidos, estrechos, como si la persona humana fuera hecha para ellos y no ellos para la persona humana. Tú nos dices que esos muros convertidos en tumbas de la persona tienen que caer. Porque la vida y los seres humanos no son plantas de invernaderos o de macetas, sino de campos y cielos abiertos. Nos dices: “Que tengas muros, pero que no te dejes enajenar por ellos. Que dentro de tus muros haya lugar para el mundo entero, para el perdón sin medida, para la novedad de cada día y para el viaje hacia la inmensidad. Que no te impidan la vista sobre el mar y no te tapen el sol. Que tus muros no te priven de correr riesgos, incluso el de perder la vida, porque hay muertes que no son sino el desborde de una vida plena mientras hay vidas que son más frías que la muerte.”

Jesús, por tu palabra y tus actos, por la cruz y por tu vida que trasciende la muerte, nos has mostrado que no hay nada en el mundo más grande que la persona humana, ni siquiera la religión más santa. Tú has sellado para siempre en tu ser la unión de Dios con la persona humana. Has hecho del encuentro con cada persona el lugar necesario para la revelación divina y la plena realización humana, o sea la “salvación”. He ahí, creo yo, el meollo de todo lo que tú eres, he ahí el fondo de tu corazón abierto por la lanza, he ahí la sustancia de tu Evangelio.

Me comunico contigo en la medida en que hago mío ese valor fundamental de la persona humana y que a partir de él juzgo todas las demás cosas: la ley, los tabúes, las creencias, las religiones, los muros…Es en este camino en donde te encuentro, en donde me comunico contigo, en donde respiro tu Espíritu. Ese Espíritu por quien estoy en ti y tú en mí.

Todo lo que me has dejado es precisamente tu Espíritu, el que ningún envase puede encerrar, el que es libre como el viento y que nada detiene. Ese espíritu es el que me permite vivir en la verdad sin pretender jamás poseerla; es el que hace brotar de mis entrañas el amor por todo lo que existe, e intuir detrás de las apariencias algo del propio rostro de Dios.

El pueblo humilde se abre a la vida y se vuelve próximo de todos los humanos de buena voluntad, y éstos, procedentes de todos los medios y clases sociales, también se abrazan a la vida volviéndose prójimos del pueblo que sufre. Lo que les une es la humanidad de todos y de todas. Vivir esta humanidad en todos sus aspectos, es el valor supremo que jamás se debe sacrificar. Es el criterio absoluto de lo verdadero y de lo que vale.

Jesús, hablar de ti, hoy, es todo aquello… “y un poquitín más”, me dirás…