A Jesús lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi logramos sepultarlo de nuevo. Lo hemos canonizado a tal extremo que de ese hombre de carne y huesos apenas ha quedado en la mente de muchos la imagen de un personaje gentil, y tal vez admirable, pero desabrido y sin significado particular para nuestro mundo de hoy.
SEPULTADO BAJO LOS TÍTULOS
Menos adoradores y más seguidores
Ninguno de los guerreros del rey Saúl se atrevía a aceptar el reto del gigante Goliat. Todos temblaban. Todos, menos David, el joven pastor de ovejas. David le dijo al rey: “¡No hay por qué tenerle miedo a ése! Yo iré a pelear con él.” Puro suicidio, le dijo el rey. Pero fue como hablar a un sordo… Entonces el rey se resignó y, pensando ayudar al muchacho, lo revistió de su propia armadura. Esa armadura era de bronce y pesaba mucho. El joven pastor apenas podía caminar dentro de ese montón de chatarra. Sin pensárselo dos veces, el que para defender a sus ovejas acostumbraba combatir el león y el oso a manos desnudas, se extirpó de aquel blindaje y, confiando sólo en su Dios, su bastón y su honda, se largó con todas las ganas en contra del gigante. Con la honda le disparó una piedra que fue a hundirse en la frente del filisteo. El gigante cayó de bruces y David le cortó la cabeza (1 Samuel 17, 4-51).
Nosotros, a Jesús le hemos hecho algo parecido, salvo que, en vez de una pesada armadura de bronce, lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi logramos sepultarlo de nuevo. Al canonizar a Jesús hasta la última potencia, al hacerlo subir a lo más alto de los cielos, al coronarlo rey de los reyes y señor de los señores, al hacerlo Hijo de Dios y segunda Persona de
No cabe duda de que si no lo hubiéramos momificado y encerrado en el sarcófago de oro del poder y de la divinidad, ese mismo Jesús seguiría hoy en día trayendo «caída o resurrección para muchos» (Lucas 2, 34). Pero, al seguir enterrándolo bajo montañas de oropeles tan ajenos a lo que él fue en realidad, lo reducimos en una entidad fantasmagórica que sólo puede interesar a los místicos, a los esotéricos y a los nostálgicos de las antiguas monarquías.
Cómo vino la mano
Ni bien recapacitaron luego del trauma sufrido por la muerte de Jesús, sus discípulos empezaron a reivindicarlo con sorprendente coraje. Clamaban que Jesús era inocente de todo cuanto lo habían acusado. Para ellos nadie jamás había sido más hombre de Dios que ese Jesús. Vieron mucho parecido entre la saga de Jesús y la de José, uno de los héroes más populares de la historia de su pueblo. Ese José era el preferido de su padre y por eso lo odiaban sus hermanos que lograron sacárselo de en medio vendiéndole como esclavo a unos mercaderes extranjeros. A pesar de sufrir las de Caín, José siempre puso su suerte en manos de Dios. Por eso, Dios lo bendijo y permitió que el rey Faraón lo eligiera para hacer de él su brazo derecho al frente del gobierno de Egipto. Al final, es ese José quien, conmovido a compasión, salvó luego de una muerte segura a sus mismos hermanos malos que lo habían vendido como esclavo (Génesis 45, 1-8).
Para los discípulos la historia de José era la historia de Jesús. Jesús era realmente un hombre de Dios como nunca había habido en la historia de ellos. Sin embargo, había sido vilmente clavado y matado en la cruz de los esclavos por gente de su pueblo que no podían creer que Dios les hablara a través de ese hombre tan humilde. Dios, no pudiendo quedarse impasible ante semejante abominación, con todo poder le devolvió la vida y se lo llevó a su lado, convirtiéndole en su brazo derecho. A ese pobre inocente, muerto como un esclavo, Dios lo hizo Señor y le entregó todo poder, de manera que, a partir de entonces, Jesús ya era el camino más seguro para que todas las naciones se encuentren con el Dios de la Vida. Así como Faraón había hecho de José su igual en Egipto, de la misma manera Dios había hecho de Jesús su igual, de suerte que aquel que conocía a Jesús conocía al mismo Dios. Y lo más extraordinario era que ese mismo Jesús, tan cerca de Dios, seguía acompañando en la tierra a los que vivían de acuerdo con su palabra. Jesús seguía con ellos. Ellos lo veían, le hablaban, lo tocaban con sus manos, comían con él. De esa fe, arrancó todo lo demás.
A partir de allí, la máquina se embaló. Todo lo que había de bello, grande, prestigioso y glorioso fue atribuido a Jesús, quien se convirtió así, y con toda razón, en héroe, estrella, ícono supremo. No había títulos ni palabras suficientemente fuertes para expresar todo lo que Jesús había llegado a ser: Hijo de Dios, Señor, Sumo sacerdote, Mediador único entre Dios y los humanos, Mesías de Dios, Primer nacido entre todas las criaturas, concebido de toda eternidad mucho antes de la creación del mundo, Imagen primordial de todo lo creado, Verbo de vida por el que todo fue hecho y sin el cual nada se hizo, Verbo hecho carne, Principio y Final de todas las cosas, aquél en que toda la humanidad y el cosmos se condensan para retornar a lo Divino. Alfa y Omega de todo lo existente, Brazo derecho de Dios y Juez de los vivos y de los muertos. ¡Y más aún! Los discípulos lo habían pintado tan arriba en el cielo y tan deslumbrante de luz divina que los que vinieron después de ellos no tardaron en no poder verlo más en los caminos polvorientos de Galilea, en medio de los mendigos, de los apestados y de las moscas. Le construyeron palacios con paredes de oro. Para estar seguros de encontrarlo, había que dejar el mundo polvoriento e internarse en ese mundo de monumentos sagrados nunca suficientemente espléndidos para recibirlo.
Y nosotros, dóciles, crédulos, buena gente, hemos tomado esas expresiones al pie de la letra, e incluso le agregamos otros títulos lindos como el de Sagrado Corazón, Señor de los Temblores, Señor de los Milagros y demás.
La intención era buena pero arriesgada. Ya que por ello podíamos ahogar al pescado, lo que efectivamente sucedió. El humilde carpintero de Nazaret se encontró aplastado bajo la pirámide de esos títulos. Se lo momificó, se lo encerró en un sarcófago de oro y en custodias de piedras más brillantes que el sol, y se lo puso de vuelta en la tumba... A Jesús lo tapamos con tanto resplandor que ya no lo vemos más.
No se trata de rechazar todos aquellos títulos bonitos que le dimos a Jesús, pero tal vez haríamos bien en insistir menos en ellos y en atenernos simplemente a lo que él fue para la gente de su tiempo: un hombre profundamente libre y humano a través de quien Dios, sin duda alguna, se manifestó de manera excepcional, y que, por su testimonio, dio un futuro a la vida y a la humanidad. En cuanto a la relación íntima que él tenía con Dios (que si era Hijo Unigénito de Dios de verdad, engendrado, no creado, etc.) sería mejor confiarla al misterio, ya que es en todo caso imposible saber cómo fue, excepto quizá que debió haber sido muy profunda y muy verdadera y probablemente mucho más grande aún que todo lo que se intentó expresar a través de los miles de títulos bonitos que se le han dado.
Sí, creo que Jesús está “sentado” a la derecha de Dios, pero creo también que le gustaría, al igual que el joven David, deshacerse de la pesada armadura de la que se lo revistió, para encontrarse de nuevo entre nosotros tal como fue entonces en medio de su pueblo: un hombre que camina a nuestro lado sin ningún arma, ni siquiera con una honda y piedritas, pero sí con una fe sin límites en Dios, en su Reino y en nosotros, los humanos. Un hombre que, más allá de la muerte, se deja ver ora como un jardinero, ora como un compañero de pesca asando unos pescaditos en la playa, ora como un peregrino que comparte el pan en casa de unos compañeros de ruta al final de una larga jornada. Un hombre quizás viviendo ya en otra dimensión pero que insiste para que se lo vea siempre en su realidad humana ya que por algo su cuerpo de resucitado conserva la marca de los clavos y de la lanza. Un hombre para siempre ligado al hombre.
Jesús nunca ha pedido que se le adorara, sino que se le siguiera.